lunes, 17 de noviembre de 2014

EL MUNDO PERDIDO.


FONSADO


1. Hacer un resumen sobre el texto leido.

 -En la alta edad media hispánica, los ejércitos y las obligaciones de armas, caían únicamente entre las clases aristocráticas.Siguiendo una tradición de origen germánico, común entre los carolingios y los anglosajones, los diferentes monarcas y nobles de los reinos del norte hispánico, establecieron normas y leyes mediante las cuales los labriegos y campesinos que vivían en sus dominios, tenían la obligación de acudir a la llamada de las armas de sus señores siempre que se les convocara bajo la ley del fonsado. Suponemos que los hombres libres y propietarios estuvieron igualmente forzados a personarse junto al rey o los condes locales.Por tanto concluimos que los hombres libres: propietarios y nobles, tenían la obligación de acudir al ejército como norma general si el rey lo pedía. Una vez más hemos de advertir que concurrir a estas convocatorias era muestra y símbolo de pertenencia a una realidad social.Podemos deducir que la llamada al deber militar, no era algo propio y único del rey, sino también de los condes y los nobles..En este suceso vemos con claridad, que si bien quizás no eran del todo común, sí que en determinados momentos los aristócratas podían convocar a las gentes bajo sus dominios para que formaran parte de su ejército personal para defender sus intereses personales fossato de comités. Seguramente una categoría dentro del ambiente militar, inferior al de infanzón. No obstante, en muchos casos se podía eludir la llamada al fonsado. La multa para tal caso era la fonsadera.

Los preparativos fueron cuidadosos: reclutamiento de gentes, recaudación de fondos y acopio de víveres, armas y pertrechos. La ciudad de Ávila estuvo generosa a la hora de pagar la fonsadera, pues se habían predicado bulas de cruzada en nombre del papa Clemente III, que advertía acerca de los graves peligros que podían avecinarse después de la ruina ocurrida en Oriente. El mundo me franqueaba su vastedad. Avanzaba el ejército por los campos de Castilla. En cada ciudad, en cada villa y aldea se unían jóvenes caballeros y recios campesinos que portaban armas heredadas de sus padres y abuelos. Aumentaban el gentío, los víveres y los pertrechos. Los seguían cada una de las huestes particulares: los grandes señores con sus caballeros, vasallos y peones.En la cola, a su paso, nos perseguía a distancia una innumerable fila de buscavidas, prostitutas, truhanes y mercachifles; gentes miserables que no sabían vivir sino en pos de los ejércitos. Siguiendo el mandato del rey, recorrió la hueste ordenadamente aquellos boscosos territorios, respetando villas y aldeas, sin tomar de las gentes que habitaban el valle otra cosa que el debido tributo correspondiente al fonsadero.

A nuestro paso, se ocultaban los campesinos temerosos, muy conscientes de los graves perjuicios que sobrevenían con el paso de los ejércitos. Acudían sólo los señores, los alcaldes y los concejos a prestar juramento de vasallaje al soberano de Castilla y a informar acerca de las nuevas que se habían dado desde que el verano anterior por última vez rindieran cuentas ante su rey y dueño.Llegamos al fin al primero de nuestros destinos, un lugar llamado Ambroz, situado en un gran meandro del río Tiétar, donde el rey don Alfonso VIII había fundado el año anterior una aldea con vocación de ciudad que bautizó con el nombre de Ambrosía. La ribera que circundaba las murallas de la población era fértil, muy verde, merced a la abundancia de huertas regadas a base de norias y acequias dispuestas a la manera mora. Ambrosia era una ciudad muy pequeña y pobremente fortificada, a pesar de estar en territorio próximo a la frontera. Pasado un tiempo , formación en la Escuela de Toledo y experiencia en guerra. 

Para mí, llegó un tiempo feliz. Era al fin libre y sólo tenía ya que responder de mis actos ante el obispo. Podría decirse que me había convertido en un hombre, para quien el estudio y la obediencia empezaban a reportar sus frutos.
—Eres joven y fuerte —me dijo un día—, mi fiel Blasco. Conoces ya la guerra y has visto algo de mundo. Pero, sobre todo, confío en ti como en mi hijo. 
Me quedé estupefacto. Mi amo me ponía al frente de los quinientos guerreros que componían la guardia de la ciudadela y el conjunto de las murallas. Don Bricio reunió al concejo y, muy disgustado, quiso saber quién era el responsable de todo aquello. Hablaron unos y otros. Las versiones se contradecían. Finalmente, a pesar de que algunos clérigos habían estado exagerando, se comprobó que los daños no eran tan graves como se pensó en un principio: el muchacho sólo tenía un golpe en la cabeza que no le impedía hacer vida normal; el canónigo había sido desnudado y abofeteado, por lo que estaba más maltratado en su honra que en su cuerpo, y no había soltado prenda de dónde tenía oculto su tesoro. Tuve que soportar los reproches de los clérigos, delante del obispo. Intenté justificarme arguyendo que la muralla era débil y poco elevada en algunos puntos. Hubo quien me dio la razón y se discutió sobre la conveniencia de reforzar los muro.   Me vi impotente, inmerso repentinamente en una especie de juicio contra mi persona. Parecía que había sido yo mismo el autor de los robos y fechorías.  Don Bricio escuchó muy atento lo que se decía
—Nadie puede evitar totalmente que haya ladrones. Desde que el mundo es mundo ha habido quienes se apropian de lo ajeno. La ley de Dios guarda el número séptimo de sus mandamientos para prohibir ese pecado.
Esta solución y las explicaciones del obispo dejaron satisfecho a casi todo el mundo. Yo suspiré aliviado y regresé a mi oficio dispuesto a que no me volvieran a sorprender los ladrones. Salimos de la ciudad por la puerta del Sol. Era una mañana invernal de radiante luz. El río resplandecía allá abajo entre los desnudos troncos de los árboles y los senderos estaban abarrotados de gentes que iban y venían a pie, a lomos de caballerías o en sus carros tirados por bueyes. —Esto está irreconocible —comenté.
—¡Claro, hombre, ya te lo dije! Ambrosía prospera gracias a la llegada de los comerciantes ismaelitas y hebreos. Esto pronto será un emporio; la auténtica puerta de Castilla.
 —Y tú cobras todos los impuestos —insinué maliciosamente.
—Gracias a lo cual don Bricio puede seguir realizando la ciudad de sus sueños —repuso sin darse por aludido.
Me fijé en él. Hermesindo llevaba túnica larga de buena lana color carmesí con bordados blasonados, manto forrado de piel con broche en el hombro derecho, capucha con borla de seda, guanteletes de tafetán y anillos en los dedos.Desperté repentinamente envuelto en sudor. Tenía la mente muy espesa y no podía recordar por qué estaba en aquel salón. Permanecí en silencio, muy quieto. Ella tampoco se movía. Me miraba fijamente.Y yo la miraba a ella. Era la joven rubia, delgada y ágil que tanto me gustaba.De repente tosí y empecé a tiritar de nuevo. Ella entonces se aproximó y clavó en mí sus azules ojos. Me puso la delicada mano en la frente y luego me acarició las mejillas.
 —Aún estás enfermo —dijo con voz suave—. Has dormido durante horas y debes seguir haciéndolo.
 —¿Dónde está Abasud? —le pregunté tímidamente.
  —Me encargó que cuidara de ti.
Dicho esto, fue hacia la cocina y regresó al momento trayendo un recipiente con algo caliente.
—Bebe esto; te sentará bien.
Me incorporé y bebí. 
—¡Qué bella eres! —balbucí, dejando escapar un alocado pensamiento
—¿Quieres dar un paseo? —me preguntó ella por la mañana—. Ha vuelto el color a tus mejillas y ya no tienes fiebre. 
—Se está bien aquí —dije, perezoso—, temo enfriarme de nuevo y recaer.
—¿Qué te sucede? —preguntó.
Era tan bella que se aflojaban todas mis fuerzas al contemplarla y la mente se me quedaba en blanco al encontrarme con su mirada dulce e inteligente a la vez.





Fonsado, Marzo de 2013


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